El sufí es aquel «que no tiene nada en su posesión y no es poseído por nada». Pero también es rasgo singular del sufí su profunda relación con el arte.
Entre los siglos IX y XIV aparecen algunas de las grandes figuras del sufismo: Hallay, Ibn ‘Arabi, ‘Attár, Sohrawardi, Rumi, Háfez Shirázi, etc. El término tasawof (Sufismo) suele derivarse de la palabra árabe suf, lana, ya que de este material era el tosco atuendo sufí que usaban los ascetas del Próximo Oriente durante varios siglos. Y es que, la austeridad y la desposesión debían caracterizar al sufí.
Para entender esto es necesario recordar el hadis del ángel Gabriel, según el cual el ángel Gabriel se aparece encarnado en hombre ante Muhammad y sus compañeros y les hace algunas preguntas para enseñarles el significado de religión (din). A partir de las preguntas del ángel y las respuestas del Profeta, se puede dividir el Islam en tres dimensiones. En su dimensión más externa, la religión musulmana atiende a una serie de prácticas que el creyente tiene que realizar (los llamados «cinco pilares del Islam»). Es lo que se entiende por islam (sumisión), dimensión discutida por los juristas (fuquha). En un segundo nivel estaría la fe (imán) en los «tres principios» básicos, es decir, la afirmación de la unidad de Dios (tawhid), de los profetas y de la escatologia (la existencia de los ángeles, del Día del Juicio Final, etc.).

Cuando el ángel Gabriel le pregunta a Muhammad en qué consiste «hacer lo bello», éste responde que se trata de «adorar a Dios como si Lo vieras, pues incluso si no Lo ves, Él te ve a ti».
Estas enseñanzas para entender el mundo son discutidas por los teólogos (mutakallimun) y entran dentro del dominio de la mente racional. La última dimensión, ihsan, (traducida por «hacer lo bello») es la más profunda pero también la menos clara. Son los sufíes quienes toman este «hacer lo bello» como su dominio particular. De ahí que estos «maestros del corazón» (en persa, sahebdel, ahl-e del) trabajen con las artes, el dominio de «hacer lo bello», como camino místico.
La caligrafía, las geometrías artísticas, la poesía, la música y la danza florecen en tierras islámicas no sólo como expresiones estéticas de gran calidad, sino vinculadas a una experiencia profunda de lo espiritual. Es más, para algunos sufíes estas artes «constituían en sí mismas el trabajo espiritual». En particular, el famoso sama consistía en «escuchar» (de ahí el término) la poesía cantada o recitada que solía estar acompañada de instrumentos musicales. Los que tenían la suerte y la sutileza de escuchar atentamente estos versos trascendidos caían en éxtasis. Escuchar música se convertía entonces en una actividad nada trivial. Se debían realizar abluciones semejantes a las de las previas a la oración y vestirse con ropa acicalada.
También era muy importante la intención del que se dispone a escuchar: «saber si se escucha la música movido por el deseo sensual o por una vehemente nostalgia de Dios» (Ernst). Sólo así se aseguraba ese: «rapto de Dios que mueve los corazones hacia Dios», que el sufí egipcio Zolnun consideraba que era el verdadero sama. Y es que, como el estudioso Carl Ernst explica: «la fuente del sama se halla en el rapto o la atracción (yazbah) de Dios, una especie de energía que atrae el hombre hacia Él con una fuerza irresistible».
Aunque la música sufí extática está presente en todas las regiones musulmanas, la danza es especialidad de la orden Mevlevi, los llamados «Darwish Giróvagos».
La danza de los darwish quiere ser un trasunto del armonioso girar de los planetas en torno al sol pero también de todos los elementos de la naturaleza, que vibran en consonancia con la música del Creador. Así expresa su fundador, el gran sufí persa Yalál-ol Din Rumi esta danza cósmica:
Oh día, levántate, los átomos danzan,
las almas perdidas en éxtasis danzan.
Al oído te diría donde lleva la danza; (…)
Cada átomo, feliz desgraciado, preso está
de este Son del que no se puede decir nada.
Rumi
Se cuenta que los hermosos versos de las grandes obras de Moláná, el Masnavi y el Diván de Shams Tabrízi, fueron copiados por sus discípulos mientras el poeta los recitaba a la vez que giraba en torno a una columna del monasterio Mevlevi de Konya.
El giro de Rumi es recuerdo de aquel que hacen los planetas en torno al sol. Sin embargo, hay que recordar que para Rumi el sol (en árabe shams) era Shams de Tabriz, aquel enigmático personaje que un día se acercó al maestro para despojarle de toda su pose intelectual y hacerle degustar el Amor. Se trataba de un darwish errante de 70 años, de la ciudad de Tabriz en el noroeste de Irán, que causó gran malestar entre los discípulos de Rumi debido a su liberal manera de vivir y entender la disciplina islámica, pero también por la admiración y amor que tenía Moláná hacia él.
Parece ser que los celos terminaron siendo letales y Shams desapareció un día misteriosamente, para gran dolor de Rumi. Halló consuelo en la poesía, la música y la danza: «(…) el círculo de los darwish gira en memoria del sol que de Tabriz llegó para acelerar la transformación de Moláná Rumi. Y su girar incesante les conduce a la apertura del ojo del corazón, único órgano, según la filosofía sutil, con el que es posible la visión de Dios, origen de todas las cosas». En efecto, gracias a Shams, Rumi pasó de «pensar» lo espiritual a «experimentar» lo espiritual, a través del amor y el arte. Y la danza se convirtió en la mejor manera de degustar lo Divino.
La danza Mevlevi ha pasado de ser una expresión relativamente libre a un arte codificado: espacios, tiempos y equilibrios están controlados hasta en su más mínimo detalle. Además la «ejecución demanda un arduo aprendizaje espiritual del que no está exento, por supuesto, el trabajo —podríamos decir alquímico- sobre lo corporal». Todo tiene un símbolo y un ritual que lo conserva: las notas llorosas del ney (flauta sufí de caña), que lamentan haber sido arrancadas de su origen, el cañaveral; la respiración acompasada con el nombre de Alláh; las tres rondas que realizan los darwish, que representan los tres niveles de conocimiento (fe, certeza y aniquilación, faná); el color de las vestiduras, que señalan la muerte del ego como paso necesario para la unión mística, etc. Quizás el símbolo más conocido sea el de la posición de los brazos de los danzantes: «los brazos permanecen desplegados como dos alas blancas (…) la palma de la mano derecha está vuelta hacia arriba, captando la energía que desciende del mundo celestial, mientras que la izquierda lo está hacia la tierra, transmitiendo al mundo dicha energía recibida desde lo alto», y la de los pies: el izquierdo (nombrado al-Qayyum, uno de los 99 Nombres de Dios, que significa «el eterno sostenedor de las cosas») permanece fijo sirviendo de eje mientras que el derecho (al-Hayy, «el que está vivo») es el que se mueve creando el giro. Así simbolizan los darwish la tensión entre «la fugacidad de lo transitorio y lo siempre permanente».
Rumi es hoy uno de los místicos más venerados y tanto su poesía como su danza se conocen en todo el mundo. El carácter espiritual y extático de su danza es experimentado tanto por sus seguidores mevlevís como por muchos otros admiradores, fieles de distintas religiones pero que siguen encontrando en Rumi a un gran maestro.
Fuente: Revista Sufí nº23 2012
Autor: Rosalia Pérez González
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